Los días se van como arena en la mano, efímeros, fragorosos, mientras nuestras manos intentan aferrarse a ellos sin éxito, dando lugar a una continua lucha contra la inexorabilidad del tiempo. Las horas se deslizan como el agua que se escapa entre los dedos, rápidas, silenciosas, dejando tras de sí un vacío que solo puede llenarse con momentos vividos. Los meses se convierten en años sin piedad, como páginas de un libro que pasan sin que alcancemos a leerlas con detenimiento. Y la juventud, ese tesoro anhelado, se esfuma como el humo, llevándose con ella la energía vibrante de los sueños por cumplir.
Pero aunque el tiempo sea implacable, una fuerza que no perdona, y nos robe lo que más queremos, también nos deja un tesoro inapreciable: los recuerdos que en nuestro corazón se alojan. Esos recuerdos son las luces que iluminan nuestro camino, anclándonos a momentos significativos que nos han moldeado. Recuerdos de risas compartidas, de nuevas amistades y de despedidas que nos hicieron más fuertes. Recuerdos de amores que florecieron con el aroma dulce de la primavera y de amistades sinceras que han perdurado a lo largo de los años, convirtiéndose en los pilares de nuestra existencia.
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